Cien páginas había leído el día anterior. La rutina de lecturas nocturnas en esta última semana, me habían agotado al extremo de no querer levantarme. Dejé los libros en la mesa de noche, dos de ellos habían estado incrustados en mi espalda. La lámpara había quedado prendida. La apagué. Hoy dictaba un curso de poesía, pero moría de sueño.
Me serví una taza de café y mientras guardaba en la maleta el libro «El novelista ingenuo y el sentimental» de Orhan Pamuk, encendí un cigarrillo. Revolví varias veces el café, y el olor me reanimó. Dejé esta vez el pucho prendido. Y regresé para apagarlo, felizmente. Cogí mi maleta y salí.
En el bus revisé los apuntes para la clase. A mi lado, pegada a la ventana, una chica de pelo castaño y ensortijado leía concentrada su libro. Me llamó la atención sus blancas manos, las uñas estaban pintadas de color negro y desde la posición en la que me encontraba tenía un gran escote. Al volver a mirar sus manos, llevaba un anillo, pero no me importó. Se dio cuenta que la observaba. Levantó el libro formando una separación en el mismo espacio. Pero grata sorpresa; era mi libro, el último que había escrito.
Continuó leyendo. Usaba una pluma blanca de gaviota como separador de páginas. La tenía sujetada como lapicero y luego se la pasaba por la frente y nariz; a mí me generaba cosquilleo, ella solo arrugaba la frente y la nariz. Guardé mis cosas y quedé observándola.
Admiraba la manera de cómo sus hermosos dedos parecían subrayar cada línea que leía. Quería que sepa, que la persona que tenía al lado: era el autor del libro que leía. Pero no quise incomodarla, esperé que se diera cuenta por si sola. Me quité las gafas oscuras, haciendo movimientos exagerados y sobretodo: ruido. No me hizo caso.
El bus cruzó por una avenida abarrotada de vehículos, la cara de los conductores eran de repudio y resignación. Mientras las personas que viajábamos dentro del bus, esperábamos nuestro destino; sentados o parados; leyendo, escuchando música o conversando. Un chico que estaba parado a mi lado, me reconoció. Se levantó los lentes y me pidió un autógrafo. Mientras firmaba, la miré de reojo. Nada. Abrió su bolso, se colocó los audífonos, guardó su libro y cerró los ojos.
Otro chico se acercó y me comentó que había leído todos mis libros, le respondí con una sonrisa. Se agachaba cada vez que hablaba. Me preguntó si yo era el personaje principal en mi ultimo libro; le respondí con otra sonrisa, al fin pareció entender mi fastidio. Me dio la mano y se despidió.
Volteé. Ella continuaba con los ojos cerrados. Movía la cabeza de un lado para el otro, al ritmo de la música. Se retiró los audífonos, y me dijo que la deje pasar. Había llegado a su destino. Al pasar por mis piernas, aspiré lo mas que pude. Olía a jabón y a champú. Me la imaginé desnuda, el agua le recorría por la espalda. Se acariciaba el cabello, luego sus manos llevaban la espuma por cada una de las partes de su cuerpo, haciéndolo brillar. Luego giró desde la ducha para verme, pero el vapor de agua caliente me imposibilitó ver su figura completa.
Decidí bajar también. Cogí mi maletín y la seguí. Aun escuchaba música. Tenia una cintura muy delgada para lo ancho de sus caderas. Al caminar todo se veía más apetecible. Todos la miraban. También los que iban acompañados. Llevaba un apretado jean azul, y un polo corto que me dejaba ver unos hoyitos de la parte baja de la espalda. Cruzamos el semáforo también con otras personas, ella no se percató que la seguía.
Al cruzar la calle entró a una galería comercial. Los locales aún estaban cerrados. Siguió caminando hasta llegar al final de un pasadillo. Me acerqué. El negocio lo cubría una cortina blanca. Colocó un cartel, donde aparecía la figura de una mujer boca abajo con la espalda descubierta. Me puse las gafas oscuras y caminé hasta su local. Era Kinesióloga. La tengo, pensé. No podía escaparse. Salí y prendí un cigarrillo. Tan solo imaginarme echado en una camilla mientras sus manos acarician mi espalda, me hacia erizar la piel. Llamé al instituto y dije que no podía asistir, le propuse recuperar la clase el fin de semana, pero a la directora no le agradó mi propuesta.
Metí mi cabeza por la puerta de tela, y estaba allí. Más linda. El cabello lo tenía más levantado, se había pintado los labios de un color rojo sangre, y tenía las pestañas rizadas. No se había abotonado bien el mandil, lucía un gran escote. Había una mujer morena de unos 80 kilos recostada en una camilla, la espalda la tenía llena de crema. Me miró y luego bajo la mirada. Me sonrió mientras frotaba sus manos sobre la espalda de la mujer.
Me dijo que regrese en 20 minutos. Acepté y esperé impaciente. Pasaron diez minutos y salió. La miré contra la luz. Tenía los ojos de color caramelo. El cabello estaba revoloteado. Me encantó. Me perdía en el escote, el brasier rosado le cubría medio seno. Ella me miró con detenimiento. Al parecer me reconoció. Le dije que esperaría y ella me dijo que mejor fuéramos a otro lugar. Asentí. Esperé unos minutos más, mientras sacaba sus cosas. Al poco rato, salió.
Se había sacado el mandil, tenía puesta la misma ropa que usó en el bus. Este servicio tiene una tarifa distinta, me dijo. Sonrió. No me importó. Sabía que era así. Tomamos un taxi. Nos sentamos atrás. Ella estaba pendiente de su celular. Sonaba y escribía mensajes a cada momento. Traté de ver con quien se comunicaba. Ella sin que yo se lo pregunte, me dijo que eran clientes.
El taxi nos llevó por un lugar alejado y solitario. Nunca me hubiese imaginado la existencia del lugar. Las calles eran estrechas y cada dos cuadras; la basura se acumulaba y se desparramaba por las veredas hasta la pista. Las casas eran antiguas y sin pintar, aún tenían carteles de la última elección municipal. Señoras gordas con trenzas largas caminaban por las veredas cargando canastas repletas de verduras. El taxista se detuvo y no quiso avanzar más. Nos comentó que era peligroso. Nos bajamos. Ella seguía pendiente del celular. La seguí. Cortamos camino por una hilera de escaleras, que parecían terminar en el cielo. Niños con uniforme de colegio jugaban fuera de sus casas. Volteamos por un pequeño parque sin bancas y caminamos por un pasadizo oscuro cubierto de árboles. Al fin llegamos. Era ya de noche. La casa estaba ubicada en una esquina, con dos pequeñas ventanas a cada lado. La puerta era de madera y no parecía tan segura. Ella entró primero. Tuve que agacharme para poder pasar. Dejé mis cosas en un mueble cubierto con sábanas blancas. No hablamos mucho en el trayecto. Ella me cogió la mano y me llevó a un pequeño dormitorio. Parecía suyo. Abrió su bolso y guardó sus llaves. Se sacó el anillo. Me enseñó su libro haciéndolo girar en su mano y lo colocó en un estante, donde tenía apilado varios libros; estaban todos los que había escrito. Envió nuevamente mensajes y dejó su celular encima de la mesa de noche.
Estaba a oscuras, pero ella corrió una de las cortinas y se iluminó la habitación por la luz de la calle. Me sacó la camisa, y yo le quité el polo. Tenía el brasier rosado. Se empinó y me besó el cuello. Su celular vibró dos veces. La besé. Ella cogió mi cintura y yo la suya. El celular vibró nuevamente. Le desabotoné el jean y pasé mis manos por su vientre, la besé por detrás de la oreja, levantó su cabeza como mirando las estrellas y gimió suavemente. Nos desnudamos con desesperación y nos lanzamos a la cama. Se puso encima mío y me besó sujetándome ambas manos. Luego me pasó la lengua por todo mi rostro mirándome fijamente a los ojos. Tenía grandes pechos. Se acercó y me los puso en la cara. El miedo se convirtió en placer, a pesar de la vibración del celular. Ella movía su cintura cogiéndose los pechos y luego el cabello. Miré hacia la ventana. La figura de un hombre iluminado por su celular movía la cabeza con desesperación, como tratando de ver lo que ocurría dentro. El celular vibró una vez más.