Vamos, tú puedes, eres la mejor del equipo, le dije. Me gusta verla sonreír, aunque sean pocas veces al día. Muy temprano, cuando recién llega, toma pastillas de colores, me dice que son vitaminas, al rato la veo dormirse en su escritorio. Por la tarde, se encierra en su auto y fuma media cajetilla. Luego se perfuma y sale a visitas. Muchos de la oficina buscan temerosos hablar con ella. Depende de cómo se encuentre. A veces nos quedamos hasta tarde resolviendo problemas o realizando llamadas a sus prospectos más difíciles, no tengo problema en hacerlo, sólo lo hago con ella. Cuando la entrevisté, hace más de cuatro meses, me comentó que quería ganar mucho dinero. Ahora gana más que yo. Vende bien, aunque se derrumba fácilmente cuando las cosas no le salen. Se acerca a mi escritorio molesta para contarme que no llegará a su meta. Yo la miro, y le sonrío. Cambia tu forma de ver las cosas, piensa en positivo, le digo. Predicaba lo que no practicaba, pues yo, había tenido más fracasos que alegrías.
Estudié literatura durante cinco años en la Universidad Nacional de San Marcos, y terminé trabajando en ventas. Escribía cuentos desde el colegio y había participado en varios concursos; nunca gané alguno. Una vez quedé entre los 5 finalistas, pero al final, el premio se lo llevó un menor de edad. Igual escribo, sobre todo, cuando tengo tiempo. Era consciente que mi futuro no era la escritura, por eso ingresé a este trabajo, en donde también me va mal. Con el dinero que gano, no me alcanza para vivir, pido préstamos y veo la forma de pagarlos. Así pues, con la experiencia de mis fracasos, trato de visualizar una luz en la oscuridad o buscar vida en los cementerios, pero lo único que encuentro son muertos en la oscuridad.
Una vez, pedí que me acompañe a tomar un café. Nos sentamos en sección fumadores. Nuestra conversación fluía. Nos reíamos. Comenté que estaba muy contento con su trabajo, pero recalqué sobre su modo de ver las cosas, es decir, su pesimismo. Cité algunos ejemplos y entendió. Le recomendé varios libros de auto ayuda que podrían servirle, aunque sabía para mí, que era basura impresa. Me acerqué y le di una entonación muy especial a mis palabras: » Nosotros, los seres humanos, estamos hechos de lo que pensamos la mayor parte del tiempo; si nosotros tenemos pensamientos de éxito seremos exitosos». Sus ojitos color caramelos me miraron distinto, eso lo pensé cuando salimos del lugar.
Una noche apareció en mi mente, mientras manejaba mi escarabajo del 78. Recordé el brillo de sus ojos y las pecas diminutas de su pequeña nariz. Regresaba de la casa de Emilia, mi novia. Vivía en San juan de Lurigancho; el culo del mundo. Había ido sólo por cumplir. Sus tíos hacían bromas y chistes que no me interesaban, además, no los entendía. Sus primos más pequeños, todos con lentes, idiotizados mirando sus celulares, reían solos, y no hablaban con nadie. No me despedí, sólo de Emilia. Regresé por toda la avenida Tacna, luego ingresé por una calle oscura; Quilca, la más bohemia de Lima, donde viven y beben hasta altas horas de la noche, poetas y escritores. Hace varios años, cuando estudiaba en la universidad, terminábamos tomando en el Bar Queirolo; recitábamos poemas y hablábamos de literatura; con el Maestro Oswaldo Reynoso y Miguel Ildefonso.
Luego entré a una calle angosta y asfixiante. Olía a Orina. Parecía el infierno. Botellas rotas en el suelo y basura amontonada en las calles. Un travesti curioseaba los autos. Se apoyaba en una cabina telefónica y abría su abrigo, mostrando su cuerpo desnudo, la piel morena contrastaba con la peluca rubia. Era musculoso y sus facciones no lo ayudarían en este negocio. Encendí un cigarrillo. A media cuadra, vi más travestis, eran como seis, todos desnudos, discutían con la policía municipal, el más retaco de los municipales no dejaba de mirarle el culo al más alto. Le di cuatro caladas y lo tiré por la ventana. Una señora salió de una de las casas que parecía haber sido bombardeada, dio una calada, y al mirar por el retrovisor, levantó su mano, de agradecimiento.
Estaba cerca de casa y encendí otro cigarrillo. Me estacioné. Dos tipos estaban afuera sentados en la vereda, no los conocía, llevaban una botella, se la iban pasando cuando le daban un buen sorbo. No entendía lo que decían. Uno volteó y miró. Desvié la mirada para evitar discusiones. Entré a mi habitación. Se la alquilaba a una vieja que confiaba mucho en mí. A veces nos quedábamos conversando en la cocina y hablaba de su familia, varios de sus sobrinos por parte de su padre, habían sido poetas desconocidos, aunque al final, los llegas a conocer en exposiciones y presentaciones de libros, donde son el centro de atención, pero cuando están en la calle son repudiados y olvidados, parecen no existir, los ven solo los poetas, luego se sientan al fondo del bus y abren sus libros y vuelven a ser ellos. Son los típicos que caminan con un morral, desaliñados, barbudos, con cafarenas “Jorge Chávez” y boinas, transitan por Barranco y el Centro de Lima. Una vez no le pagué el alquiler por más de 12 meses, nunca me hizo problema. Me apoyaba en ese sentido, pues todos los fines de semana la llevaba al mercado de Surquillo para hacer compras, la esperaba en mi auto, mientras ella llenaba su canasta de verduras y frutas. Cuando llegaba temprano del trabajo, me tocaba la puerta para tomar café y fumar cigarrillos. Era una anciana de ochenta y tantos años, su esposo había sido del ejército y había fallecido en la época del terrorismo.
Prendí la luz, mis libros estaban esparcidos en la cama y el piso, la computadora seguía prendida, había estado escribiendo temprano, pero por el apuro, no la apagué. Al desbloquearla vi una gran hoja en blanco, me dio flojera escribir, hace varios meses que no escribía, siempre tenía un pretexto para no hacerlo. O era el trabajo, o cansancio, o eran las malditas redes sociales. Me desvestí y prendí la radio. Sonó «All you need is love». Ameritó un pucho. Eran las 4 de la mañana. Volví a pensar en ella. Me acordé del optimismo también. Sobre lo que nosotros queremos en el mundo: la ley de atracción. Ella había estado reunida con una amiga. Apagué el pucho. Pensé en un momento, que ella habría estado pensando en mí. Me tiré a la cama rendido y me puse de costado a mirar la pared. Pasaron unos 30 minutos y entraron dos mensajes. No le avisé a Emilia, que había llegado bien a casa. Intenté dormir. Mañana le responderé. Vibró nuevamente. Cogí el celular. Era ella. Se disculpaba por escribir a esa hora, seguía con su amiga. Me envió una foto, estaban abrazadas cogiendo dos copas de vino. Me hizo una broma, reí y respondí de inmediato. Notaba mi felicidad mientras le escribía, mi corazón latía fuerte, a pesar de la hora y de estar cansado. Me llegó un nuevo mensaje; me invitaba a salir a un bar donde iba con mi novia todos los sábados. Pensé y luego acepté. Nos despedimos. Nos mandamos besos. Imposible dormir después de esto. Mañana será otro día, me dije.
Me levanté minutos antes a las 9 de la mañana. De día, las sensaciones son distintas, no como la noche donde existe adrenalina y todo puede pasar y nadie te ve; en el día dejas de ser fantasma, poeta o un personaje maldito. La sangre de villano y de mal hombre se oculta como una sombra solitaria, hasta que vuelva a llegar la noche. Los malos pensamientos no existen y menos cuando sale sol. Revisé mi celular y me había escrito Emilia para saber si todo estaba bien. Todo perfecto, le respondí. Tenía otro mensaje de ella. Disculpándose por haber escrito en la madrugada e interrumpir mí sueño. Y otro, confirmando la salida del viernes próximo. Acepté nuevamente, sin pensarlo.
Tengo cuatro años con mi novia y en unos meses cumplimos uno más. En cambio, a ella la conozco desde junio (4 meses), pero me hace sentir distinto. Su forma de ser, sus ojos pequeños y su sonrisa me atrapa, como esos fantasmas que andan sueltos de día y noche. Vivo siempre con dudas. Con dos decisiones a elegir. Me pregunto si soy afortunado por tener que escoger alternativas. Ya que al fracasado no se le presenta ni siquiera una, salvo elegir: la soledad. Estando solo, me permite no hacer daño a nadie, puedes transitar por las noches bebiendo hasta tarde, en busca de mujeres también solitarias. A veces quisiera estar sin nadie, pero la relación con Emilia es buena, hay confianza y… amor. Cuando no puedo dormir, miro el techo y pienso en el amor. Éste desaparece en el cielo violeta antes de que el sol color vino blanco se oculta en el mar. Ella, que hasta ahora no puedo nombrarla en éste relato, al final me hizo caso; practicó la ley de atracción, pues pensó en mí, como yo también pensé en ella. Atrayéndonos como imanes de distinto polo, sin importar el daño que podrían ocasionar, sin saber cómo y de la nada, está en medio de la relación, tocando fibras internas del alma y corazón que respiran de una manera distinta, ahogándome en las noches y quemándome en el infierno, sintiendo placer mientras no respiro y me quemo. La ley de atracción existe, si es que la piensas, crees y practicas.
Los escritores necesitamos historias para contar y existir, este relato lo acabé al día siguiente que recibí los mensajes de madrugada. Lo envié a concurso. Y a los pocos días, me enteré que había ganado. Cogí mi celular, y escribí para que pudiera acompañarme, quince segundos después, borré el mensaje.